lunes, 8 de julio de 2013

"LAS BUENAS FORMAS Y LA POLÍTICA", mi columna de hoy en SUR.

Una cosa es generar opinión pública sobre los grandes temas de Estado, y otra muy distinta es crear fracturas irreconciliables a golpe de insultos y crispación.

Las buenas formas y la libertad de conciencia y de expresión pueden y deben convivir para logran una sociedad plural y democrática, y ante todo respirable, sin esconder lo...s conflictos pero tampoco convirtiendo cada posicionamiento personal o colectivo en un garrotazo inmisericorde a la dignidad de tu prójimo, que tiene el mismo derecho que tú a defender sus propias convicciones. Por buenas formas entiendo aptitudes de conducta convertidas en reglas básicas y no escritas que dentro de un amplio margen de apreciación, permiten que los seres humanos podamos convivir con los de nuestra especie de manera amable, grata y con nuestro honor indemne y que evita, por tanto, que la relaciones sociales se conviertan en una batalla campal donde al ganador le den la medalla de “macarra” mayor del reino. Si las buenas formas son esenciales en el ámbito cotidiano, familiar, profesional o de amistades, se convierten en una referencia de ejemplaridad en el plano público, y especialmente en el político, ya que un mal gesto o un insulto en un pleno municipal o en Congreso de los diputados está difundido de forma inmediata en los medios y en las redes sociales, creando un inevitable e injusto descrédito en la política y animando a los incondicionales a que imiten en grosería a sus “líderes” bravucones en una alocada carrera donde el disparate más gordo es el mejor considerado.

Las convicciones propias se pueden y se deben defender con convicción, no exenta de pasión en determinadas circunstancias, pero no se refuerzan porque del legítimo juicio crítico respecto al adversario político se pase a la descalificación personal y a expresiones injuriosas que nada tiene que ver con la libertad de expresión; superar esa barrera no denota mayor audacia o personalidad, al contrario pone de manifiesto la ausencia de límites éticos elementales y una clamorosa pobreza intelectual para argumentar. Porque de eso se trata, queridos lectores, de argumentos para luchar por tus creencias, y para tenerlos hay que partir de ideas, no de consignas sectarias, y es muy conveniente además consolidarlos con la solvencia y el rigor intelectual de la lectura (los libros no muerden) de lo publicado sobre la materia en cuestión. Mi experiencia como cargo electo en nuestra querida ciudad me ha demostrado que la defensa de una moción genera más consenso procurando convencer sin acritud, con amabilidad y si es posible con algo de humor e ironía; la proporción de iniciativas que lograba que se aprobaran demuestra que no era mal sistema éste (aunque a veces estaban prevenidos y no colaba). Lo antes dicho no impedía que fuera un martillo pilón a la hora de fiscalizar y criticar lo que a mi juicio eran actuaciones reprobables de los que gobernaban, y a veces, muy pocas, la respuesta del cargo público fiscalizado demostraba la necesidad de que se matriculara en un curso intensivo de buenas formas para evitar la confusión entre sus expresiones y las del pariente pequeño de la familia de los équidos.

Tenemos que convertir la política en una cuestión de todos, sin exclusión, y eso se consigue acercando a los ciudadanos a la cosa pública, intentando que lo sientan como algo suyo (y de hecho es así) y no de una minoría, pero no podemos hacerlo con el populismo y el desprestigio de los que elegimos en las urnas a favor de unos supuestos “salvadores” que la experiencia enseña que confunden a escala mayor sus intereses personales con los públicos (Gil y demás ralea son buen ejemplo). Los partidos, de acuerdo a la Constitución, son instrumentos de conformación de la voluntad popular y sus controles internos, junto a los de los tribunales, deben evitar que los golfos los utilicen para sus oscuros intereses. Pero los dirigentes políticos de cualquier nivel deben contribuir a ese prestigio de la acción política con honestidad, cumplimiento de la legalidad, austeridad y con la sensibilidad a flor de piel respecto a los graves problemas que sufre la gente, en especial el paro y la exclusión social. No hay que caer en el relativismo ideológico, la confrontación democrática es positiva, el contraste de ideas y soluciones provoca implicación en la política porque vemos reflejadas en tal o cual posición lo que nosotros pensamos; pero una cosa es generar opinión pública sobre los grandes temas de Estado, lo que es muy positivo, y otra muy distinta es crear fracturas irreconciliables a golpe de insultos y crispación.

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