CON LA MEJOR DE
SUS SONRISAS
El cáncer es una maldita lotería que te puede tocar, aunque nadie
compra el boleto.
Pueden ser más grandes o más
pequeñas, más cómodas o con asientos más duros. En todos los grandes centros
hospitalarios existe la sala de espera del correspondiente servicio de
oncología, un lugar que estoy convencido que, salvo los profesionales que
atienden a los pacientes, nadie pisaría si una razón muy poderosa no le
obligara a ello. Un mal día avisa, un dolor raro, una mancha sospechosa, un
color amarillento o un bultito que duele, la familia que da la matraca para que
el afectado vaya al médico. Muchas veces son alertas inocentes y todo queda en
un susto que se supera pronto, pero en ocasiones la fatalidad entra a saco en
la vida del hombre o mujer, incluso a la del niño o niña, y en la historia
clínica aparecen las palabras carcinoma neoplasia,
tumor; o cáncer. Los médicos se desviven para compatibilizar su deber legal de
consentimiento informado, explicando con rigor científico lo que viene (y lo
que viene no es bueno), con la sensibilidad para no hundir la esperanza. Pocas
veces una explicación verbal o escrita es analizada con tanto detenimiento,
cualquier detalle es esencial para salir de esas consultas con más o menos
ganas de luchar; ¿pero, hay solución doctor?, ¿es maligno?, ¿quimio o cirugía?
Si las paredes hablaran, darían testimonio de miles de preguntas en tono
angustiado buscando siempre una palabra de aliento, un tratamiento
experimental, algo a lo que agarrarse. A veces, por desgracia, la verdad es
cruel, pero necesaria, hay que asumir los tiempos, el ritmo de un túnel que hay
que pasar lo mejor posible.
Volvamos a esa sala; la espera, a
veces larga, permitía que surgieran momentos para la conversación, para el
conocimiento mutuo de enfermos y acompañantes que hablan, leen, miran al vacío,
quieren un futuro aunque la estadística se lo ponga difícil; cuando la cita es
para que al enfermo le “den quimio”, el tratamiento lo deja hecho polvo,
incluso sin pelos, pero sin embargo atenúa el avance de esas células locas y
dan tregua al calendario, esa lista de meses y días que ahora se mira con
tantas ganas de llenarlos, de disfrutar de cada minuto. Puede que esas sesiones
tan duras adelgacen sus cuerpos pero no la valentía para seguir; se alejaban
quedando para otro rato de charla en la próxima sesión, y los que nos hicimos
habituales en esa sala de espera, sentíamos de corazón las ausencias, sabíamos
que esa vez el cáncer había ganado.
Cada persona afectada por esta
maldita enfermedad es una historia distinta; muchas veces acaban bien y se
queda en un mal recuerdo, otras, sin embargo, ponen término a proyectos
vitales, algo siempre cruel y doloroso, sobre todo cuando esa vida apenas había
iniciado su andadura. ¿De qué depende que pase una cosa u otra? Seguro que hay
factores ambientales, hábitos, y sobre todo factores genéticos, pero el cáncer
es una maldita lotería que te puede tocar, aunque nadie compra el boleto.
Ayer celebramos el día contra el
cáncer de mama, una de las modalidades de esta indeseable lotería; conozco
pocas familias donde no haya entrado para poner miedo, sufrimiento y a veces
luto. A los que ahora luchan, el abrazo y el ánimo más grande; cada día los
profesionales sanitarios cuentan con más conocimientos derivados de la
investigación y de su trabajo diario, y lo que antes era inexorable puede que
ahora admita solución; que no les falten a nuestras queridas “batas blancas” el
apoyo y la infraestructura, que no soporten recortes irresponsables, y todo
ello para que las alegrías ganen por
goleada a los lutos, para que muchas lágrimas de dolor se conviertan en
suspiros de esperanza ante una mejoría, un buen diagnóstico, un futuro para que
los proyectos se conviertan en biografías.
El 25 de diciembre hará 8 años, sí,
una mala navidad para culminar un año casi justo de lucha sin cuartel contra lo
inevitable; no viviremos lo suficiente para agradecer a los médicos que
dirigieron esa lucha, al resto del personal sanitario, a todos los que nos
ayudaron a pasar ese mal trago. Era de una fortaleza física y psíquica
formidable, jamás lo escuche quejarse, jamás; recuerdo la dignidad con la
que asumía que le había tocado, y las
muchas veces que se intercambiaban los papeles y daba ánimos cuando nuestras
lágrimas no nos dejaban ver la serenidad en su rostro. Nos decía que se iba sin
decirlo, sin hablar de eso, con la mejor de sus sonrisas, recordando nuestra infancia
común, dando buenos consejos, preparando lo que venía como si nada pasara. Mi
padre no pudo seguir y se fue con su primogénito a los dos meses. Sí, fue una
racha terrible en mi familia; es difícil mirar nuestra foto de familia, estilo
“cuéntame”, y asumir que Manolo y papá no están.
Por los que siguen luchando
contra la enfermedad, por la memoria de los que nunca se rindieron.
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