viernes, 1 de noviembre de 2013


CON LA MEJOR DE SUS SONRISAS

 

El cáncer es una maldita lotería que te puede tocar, aunque nadie compra el boleto.

 

Pueden ser más grandes o más pequeñas, más cómodas o con asientos más duros. En todos los grandes centros hospitalarios existe la sala de espera del correspondiente servicio de oncología, un lugar que estoy convencido que, salvo los profesionales que atienden a los pacientes, nadie pisaría si una razón muy poderosa no le obligara a ello. Un mal día avisa, un dolor raro, una mancha sospechosa, un color amarillento o un bultito que duele, la familia que da la matraca para que el afectado vaya al médico. Muchas veces son alertas inocentes y todo queda en un susto que se supera pronto, pero en ocasiones la fatalidad entra a saco en la vida del hombre o mujer, incluso a la del niño o niña, y en la historia clínica aparecen las palabras carcinoma  neoplasia, tumor; o cáncer. Los médicos se desviven para compatibilizar su deber legal de consentimiento informado, explicando con rigor científico lo que viene (y lo que viene no es bueno), con la sensibilidad para no hundir la esperanza. Pocas veces una explicación verbal o escrita es analizada con tanto detenimiento, cualquier detalle es esencial para salir de esas consultas con más o menos ganas de luchar; ¿pero, hay solución doctor?, ¿es maligno?, ¿quimio o cirugía? Si las paredes hablaran, darían testimonio de miles de preguntas en tono angustiado buscando siempre una palabra de aliento, un tratamiento experimental, algo a lo que agarrarse. A veces, por desgracia, la verdad es cruel, pero necesaria, hay que asumir los tiempos, el ritmo de un túnel que hay que pasar lo mejor posible.

 

Volvamos a esa sala; la espera, a veces larga, permitía que surgieran momentos para la conversación, para el conocimiento mutuo de enfermos y acompañantes que hablan, leen, miran al vacío, quieren un futuro aunque la estadística se lo ponga difícil; cuando la cita es para que al enfermo le “den quimio”, el tratamiento lo deja hecho polvo, incluso sin pelos, pero sin embargo atenúa el avance de esas células locas y dan tregua al calendario, esa lista de meses y días que ahora se mira con tantas ganas de llenarlos, de disfrutar de cada minuto. Puede que esas sesiones tan duras adelgacen sus cuerpos pero no la valentía para seguir; se alejaban quedando para otro rato de charla en la próxima sesión, y los que nos hicimos habituales en esa sala de espera, sentíamos de corazón las ausencias, sabíamos que esa vez el cáncer  había ganado.

 

Cada persona afectada por esta maldita enfermedad es una historia distinta; muchas veces acaban bien y se queda en un mal recuerdo, otras, sin embargo, ponen término a proyectos vitales, algo siempre cruel y doloroso, sobre todo cuando esa vida apenas había iniciado su andadura. ¿De qué depende que pase una cosa u otra? Seguro que hay factores ambientales, hábitos, y sobre todo factores genéticos, pero el cáncer es una maldita lotería que te puede tocar, aunque nadie compra el boleto.

 

Ayer celebramos el día contra el cáncer de mama, una de las modalidades de esta indeseable lotería; conozco pocas familias donde no haya entrado para poner miedo, sufrimiento y a veces luto. A los que ahora luchan, el abrazo y el ánimo más grande; cada día los profesionales sanitarios cuentan con más conocimientos derivados de la investigación y de su trabajo diario, y lo que antes era inexorable puede que ahora admita solución; que no les falten a nuestras queridas “batas blancas” el apoyo y la infraestructura, que no soporten recortes irresponsables, y todo ello para que las alegrías  ganen por goleada a los lutos, para que muchas lágrimas de dolor se conviertan en suspiros de esperanza ante una mejoría, un buen diagnóstico, un futuro para que los proyectos se conviertan en biografías.

 

El 25 de diciembre hará 8 años, sí, una mala navidad para culminar un año casi justo de lucha sin cuartel contra lo inevitable; no viviremos lo suficiente para agradecer a los médicos que dirigieron esa lucha, al resto del personal sanitario, a todos los que nos ayudaron a pasar ese mal trago. Era de una fortaleza física y psíquica formidable, jamás lo escuche quejarse, jamás; recuerdo la dignidad con la que  asumía que le había tocado, y las muchas veces que se intercambiaban los papeles y daba ánimos cuando nuestras lágrimas no nos dejaban ver la serenidad en su rostro. Nos decía que se iba sin decirlo, sin hablar de eso, con la mejor  de sus sonrisas, recordando nuestra infancia común, dando buenos consejos, preparando lo que venía como si nada pasara. Mi padre no pudo seguir y se fue con su primogénito a los dos meses. Sí, fue una racha terrible en mi familia; es difícil mirar nuestra foto de familia, estilo “cuéntame”, y asumir que Manolo y papá no están.

 

Por los que siguen luchando contra la enfermedad, por la memoria de los que nunca se rindieron.

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